Pero vayamos por partes.
Las islas de las costas de Sudáfrica y Sudamérica, donde no hay lluvia que filtre los excrementos de los cormoranes, pingüinos y pájaros bobos, inmensos depósitos de nitrógeno y fósforo se han acumulado durante siglos. Los pájaros bobos, por cierto, son los nombres que se les dan a los alcatraces, que son parientes de los pelícanos aunque del tamaño de gallinas. Como se les puede capturar con pasmosa facilidad, se les acostumbra a llamar gaviotas bobas o pájaros bobos.
Pues bien, este guano lo utilizaban los agricultores como una suerte de fertilizante mágico, y unas 4.000 islas fueron invadidas por codiciosos norteamericanos respaldados por buques de guerra para recoger guano. Un duro trabajo que fue encomendado a miles de chinos que trabajaban día y noche, en condiciones infrahumanas, sin sueldo ni posibilidad de huir, rascando incansablemente los excrementos de las rocas.
Entre 1840 y 1880, el nitrógeno de guano marcó una gran diferencia para la agricultura europea. Pero pronto se agotaron los mejores depósitos y el miedo a que no hubiera suficiente comida para todo el mundo empezó a asomar su hocico. Por ejemplo, en 1898, el eminente químico británico Sir William Crookes dio un lúgubre discurso presidencial a la British Association titulado “El problema del trigo”, donde soltó frases agoreras del tipo que todas las civilizaciones estaban en peligro por la escasez de comida debido a la explosión demográfica y a la falta de nuevas tierras apropiadas para cultivas en las Américas.
Y entonces dos personas salvaron el mundo, al estilo Supermán (pero sin disfraces ni chulerías parecidas): Fritz Haber y Carl Bosch. Ellos fueron los inventores de un sistema para fabricar grandes cantidades de fertilizante de nitrógeno inorgánico a partir de vapor, metano y aire, tal y como señala Matt Ridley:
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